François Mauriac, premio Nobel de Literatura 1952, es uno de esos raros escritores, muy raros en la actualidad, autores de una obra unitaria puesta al servicio de una idea y un credo. A lo largo de su vida, toda su obra, desde su mayor novela al poema más pequeño, no representa más que el mantenimiento de una posición indestructible, que es vocación y profesión de fe al mismo tiempo, por lo tanto no es extraño que de ello se dedujese una línea de conducta, y así es la totalidad de su obra literaria.
Como católico elemental, se le plantea la eterna lucha del espíritu y la carne; éste es el principio de toda una base temática, en la cual, por supuesto, tienen cabida otros problemas más o menos vinculado a él, el sentido del pecado original y la ausencia o presencia de la gracia.
Todos los tipos esenciales de la obra de Mauriac circularán en esta órbita constituida por la actitud central de la vivencia religiosa. De la pérdida a la búsqueda de Dios hay un camino hecho de flaquezas y miserias: el camino del hombre, cuya dramática condición es el hecho de que dure casi toda la vida, al menos la parte más importante de la vida humana, aquella en donde el hombre se realiza.
Incluso hasta el “mal”, todos los caminos llevan a Dios —según Mauriac—, incluso si éste, a la corta o a la larga, nos conduce a Él a ambas manos y no es elegido ni como medio ni como fin. La búsqueda de Dios comienza en ese momento en el que la gracia nos ha sido revelada, aunque ella no nos revele la manera de caminar en su dirección. La andadura corresponderá a nosotros, y por ser humana, probablemente no sea ni demasiado firme ni sobradamente segura. El camino hasta la muerte —continúa Mauriac— será más corto que el que nos llevó de la pérdida de Dios hasta su búsqueda. Por el sinuoso camino dejaremos huérfanas de respuesta muchas interrogantes, las cuales uno no se planteó nunca por jamás. Ahí nacerá la compañía del miedo.
Algunos de los personajes de Mauriac conocen el valor de este miedo, hecho de inquietudes y de insatisfacciones, de angustias, soledades y congojas. Es el conocimiento del propio pecado y la falta de fe en una esperanza que se sabe no merecida. Y, hecho el pecado, se cumplirá esta sentencia de Cristo: “el hombre se convirtió en siervo del pecado”.
A Mauriac se le ha acusado —y hay quienes aún así le acusan actualmente— de complacerse, casi de forma sádica, en crear seres devorados por el pecado, ya sea en su obstinación de repetirlos constantemente o en su arrepentimiento. Como si sus personajes se hallaran en una permanente armonía con el mal, unas veces para caer y solazarse en él, en otras no saber escapar y algunas arrastrando consigo una carga torturante y obsesiva. Se ha dicho también que no es necesario ir tan lejos, porque ello significaría llevar las cosas a los casos extremos, es decir, a la excepción, y que en la vida no hay nada excepcional.
Sin embargo, la realidad ha superado siempre —o casi siempre— a la fantasía. Lo mismo que hay puestas de sol que los pintores no se atreverían a pintar para no ser acusados de falsear la realidad, existen también seres humanos que, llevados a la novela, parecerán creaciones de una mente enferma. La humanidad es enormemente compleja; todo cuanto se relaciona con ella es en el fondo ella misma, y participa de su condición y naturaleza. Y no debemos olvidar nunca que estamos hechos los humanos de limitaciones, pero que aun dentro de esa limitación, resulta ilimitada la capacidad de los sentimientos humanos, que son los que, al fin y al cabo, hacen de nosotros lo que somos.
Yo aconsejaría, incluso a los muy alejados del catolicismo que Mauriac hace ostentación y gala, que leyeran algo de su obra. Un servidor de ustedes, muy alejado de la doctrina romana, siento un verdadero placer de leer a este excepcional novelista, y que, además, un premio Nóbel siempre es una buena garantía.
He encabezado mi comentario con el título de una de sus obras que me dispongo a releer. Pero no es la primera ni única, pues ya he leído de este autor francés varias. No comentaré sobre ella, pues mi comentario ha sido de manera general, de toda su obra que, como dije al principio, indica una constante en el novelista: el pecado.
