Es una de las obras de arte más famosas del mundo, y de las que más han tenido que soportar. El fresco de Leonardo La Última Cena es todo cuanto queda de la iglesia de Santa Maria delle Grazie, cerca de Milán, pues la pared en donde está pintado fue la única que permaneció en pie al ser bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque otros muchos artistas admirados como Ghirlandaio y Nicolas Poussin, e incluso un pintor tan extravagante como Salvador Dalí, han dado sus propias versiones de tan significativa escena bíblica, es la de Leonardo la que, por algún motivo, ha cautivado más las imaginaciones. La encontramos reproducida en múltiples versiones que abarcan ambos extremos del espectro de los gustos, desde lo sublime hasta lo ridículo.
Algunas imágenes son tan familiares que nunca se miran bien, y aunque se ofrezcan a la mirada del espectador abiertas a un escrutinio más detenido, en el plano más profundo y lleno de sentido siguen siendo libros completamente cerrados. Así ocurre con La Última Cena de Leonardo... y aunque parezca mentira, con casi todas las demás obras suyas que han llegado hasta nosotros.
Fue la obra de Leonardo (1452-1519), ese genio atormentado del Renacimiento italiano, la que nos puso en la senda que acabó por conducirnos a unos descubrimientos tan estremecedores en cuanto a sus consecuencias, que al principio nos parecía imposible que les hubiera pasado desapercibido a generaciones enteras de estudiosos lo que finalmente resaltó ante nuestra sorprendida mirada, e increíble que una información tan explosiva hubiese permanecido tanto tiempo esperando pacientemente a ser descubierta por unos autores como nosotros, ajenos a las escuelas oficiales de la investigación histórica o religiosa.
Así que vamos a reseguir la historia por sus pasos contados y regresamos a La Última Cena para mirarla con otros ojos. No es el momento ahora para situarnos en el contexto conocido de los postulados de la Historia del arte. Queremos verla tal como la vería un recién llegado completamente ignorante de esa imagen tan archiconocida. Que las escamas de los conceptos previos caigan de nuestros ojos y la miremos de verdad, como si fuese la primera vez en nuestra vida.
El personaje central, por supuesto, es Jesús, a quien Leonardo menciona bajo el nombre de «el Redentor» en sus notas de trabajo (pero el lector queda advertido de que no debe dar nada por sabido, por más obvio que parezca). Está en actitud contemplativa y mira hacia abajo y un poco hacia su propia izquierda, las manos extendidas al frente sobre la mesa, como si ofreciese algo al espectador. Como ésta es la Última Cena en que, según nos enseña el Nuevo Testamento, Jesús instituyó el sacramento del pan y del vino, de los cuales invita a sus seguidores que coman y beban diciendo que son su carne y su sangre. sería razonable buscar algún cáliz o copa de vino delante de él, abarcado por el ademán de ofrecimiento.
Al fin y al cabo, para los cristianos esta cena antecede inmediatamente a la pasión de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde reza con fervor rogando «que pase de mí este cáliz» (otra alusión al paralelismo vino-sangre), y también a su crucifixión, en la que murió derramando su sangre por la redención de toda la humanidad. Pero no hay vino delante de Jesús, y apenas unas cantidades simbólicas en toda la mesa. ¿Acaso tienen razón los artistas que dicen ser un gesto vacío el de esas manos abiertas?
Visto que apenas hay vino, quizá no sea casualidad que tampoco se hayan partido muchos de los panes que vemos sobre la mesa. Y puesto que el mismo Jesús identificó el pan con su propio cuerpo que sería partido en el supremo sacrificio, ¿se nos está comunicando algún mensaje sutil en cuanto a la verdadera naturaleza de los padecimientos de Jesús?
Hasta aquí la punta del iceberg de la heterodoxia representada en este cuadro. En el relato bíblico el joven Juan, al que llaman «el amado del Señor», se halla tan cerca de Jesús físicamente que incluso apoya la cabeza sobre el pecho del Maestro. Pero en la representación de Leonardo no hay tal, la figura no se reclina según indica el «apunte» bíblico, sino que se aparta del Redentor hacia la derecha de éste con exageración, o casi diríamos con coquetería; pero aún no hemos terminado con este personaje. A quien contemplase por primera vez este cuadro podría disculpársele alguna incertidumbre peculiar en relación con el supuesto Juan.
Pues si bien es cierto que cuando el artista quería representar la suprema belleza masculina con arreglo a sus propias predilecciones solía elegir un canon algo afeminado, sin duda lo que estamos mirando aquí es una mujer. Toda la figura es sorprendentemente femenina; por más que la pintura sea antigua y esté deteriorada, ahí están todavía las manos pequeñas y bien formadas, los rasgos del semblante finos y armoniosos, el pecho femenino sin discusión y el collar de oro. La mujer, pues estamos seguros de que lo es, viste además ropas que la señalan como alguien especial. Son el reflejo invertido de la indumentaria del Redentor, ya que vemos una túnica azul con manto rojo a un lado, y una túnica roja con manto azul al otro, siempre dentro del mismo corte y estilo. Ningún otro comensal lleva unas prendas tan similares a las de Jesús, pero también es cierto que no hay ninguna otra mujer.
Si nos fijamos en la composición general, lo más destacado es la configuración que describen Jesús y la mujer: una gran «M» muy abierta, casi como si estando literalmente unidos por la cadera hubiesen sufrido una separación, o se hubiesen apartado de manera voluntaria. Que sepamos, ningún estudioso ha dicho nunca que ése fuese un personaje femenino, ni mencionan la «M» de la composición. Tal como hemos averiguado en nuestros estudios sobre él, Leonardo fue un excelente psicólogo y le divertía presentar imágenes altamente heterodoxas a los patronos que le encargaban una pintura religiosa convencional. Sabía que les podía enseñar la más escandalosa de las herejías y la contemplarían sin que nada conturbase su ánimo; por lo general los espectadores sólo vemos lo que teníamos previsto ver.
Si le encargan a uno que pinte una escena convencional de los Evangelios y lo que uno ofrece guarda un parecido superficial con esa escena, nadie se fijará en el dudoso simbolismo. Sin embargo Leonardo debió de tener la esperanza de que otros, tal vez los que participaban de su inhabitual interpretación del mensaje neotestamentario, o algún día en algún lugar, unos observadores imparciales pararían mientes en la imagen de la misteriosa mujer señalada por la «M» y se harían las preguntas obvias. ¿Quién era la tal «M», y por qué era tan importante? ¿Por qué arriesgaría Leonardo su reputación, e incluso la vida en aquellos tiempos de activo funcionamiento de los quemaderos, al incluir dicho personaje en una escena tan fundamental para los cristianos?
Quienquiera que fuese, su destino se intuye bastante menos que seguro, porque el canto de una mano amenaza ese cuello graciosamente inclinado. También el Redentor se ve amenazado por un índice rígido que apunta hacia arriba, prácticamente delante de su cara. Pero tanto Jesús como «M» aparecen desentendidos de esos ademanes hostiles, visiblemente sumergidos en los mundos de sus propios pensamientos, tranquilos y sosegados cada uno a su manera. Todo indica que se está utilizando un simbolismo secreto, no sólo para advertir de sus respectivos destinos a Jesús y a su compañera femenina, sino también para participar (o recordar) al observador cierta información que no puede publicarse de otro modo, porque sería demasiado peligroso.
¿Utiliza Leonardo esta pintura para transmitir alguna creencia secreta que sería poco menos que demencial compartir con el público de cualquier manera más explícita? ¿Es posible que dicha creencia lleve un mensaje más allá del círculo inmediato de sus seguidores, tal vez hasta nosotros mismos, hoy día?
Sigamos contemplando esta asombrosa obra. A la derecha según el observador vemos un hombre corpulento y barbudo que se dobla casi en dos para hablar al último discípulo de ese lado de la mesa. Está totalmente vuelto de espaldas al Redentor. Comúnmente se admite que este personaje, Tadeo o Judas, es un autorretrato de Leonardo.
Pero los pintores del Renacimiento nunca pintaron nada por casualidad, ni sólo porque hiciera bonito, y del profesional que nos ocupa sabemos además que era muy aficionado al double entendre visual. (Su preocupación por elegir modelo adecuado para cada discípulo se detecta en la sarcástica proposición de hacer posar al incordiante prior del convento de Santa Maria para el retrato de Judas el traidor.) ¿Por qué se pintó Leonardo a sí mismo dando la espalda a Jesús?
Pero aún hay más. Una mano anómala apunta con una daga al estómago del discípulo situado detrás del personaje más próximo a «M». Por mucho trabajo que demos a la imaginación es imposible que esa mano pertenezca a ninguno de los comensales, ya que ni forzando la postura ninguno de los circunstantes puede esgrimir la daga en ese lugar.
Pero lo más asombroso de esa mano desencarnada es no tanto su presencia, como el hecho de que en todas nuestras lecturas acerca de Leonardo apenas la hallamos aludida un par de veces, y aun con una curiosa reticencia a admitir que haya nada extraño. Tal como sucede con el san Juan que en realidad es una mujer, nada nos parece más obvio ni más extravagante una vez nos lo indican, pero por lo general estos detalles desaparecen por completo de la vista y la mente del observador, sencillamente porque son demasiado extraordinarios y chocantes.
Se nos ha dicho a menudo que Leonardo era un buen cristiano cuyos cuadros religiosos reflejaban la profundidad de su fe. Como vamos conociendo, al menos uno de ellos incluye una imaginería sumamente dudosa desde el punto de vista de la ortodoxia cristiana. Y nuestras investigaciones ulteriores, como veremos, revelan que nada tan lejos de la verdad como la idea de que Leonardo fuese un verdadero creyente... si por tal entendemos que creyera en ninguna forma aceptada o aceptable del cristianismo.
Ya los rasgos curiosos y anómalos que hemos hallado en una sola de sus obras parecen querer decirnos que hay una segunda lectura en esa escena bíblica tan conocida, otro mundo de creencias más allá del aspecto aceptado de esa imagen congelada en un muro del siglo XV, cerca de Milán.
Cualquiera que sea el significado de esas inclusiones heterodoxas, indudablemente son incompatibles con la doctrina oficial y éste es un punto que conviene resaltar. Aunque en sí no parecerá nada nuevo a los materialistas racionalistas actuales, que consideran a Leonardo como el primero que tuvo verdadera mentalidad científica, como un hombre que no prestaba atención a las supersticiones ni a la religión bajo ninguna de sus formas, y como la propia antítesis de todo misticismo u ocultismo. Pero tampoco éstos ven mas allá de sus narices.
Porque pintar la Última Cena sin una cantidad significativa de vino es como pintar el momento culminante de una coronación y omitir la corona; al dejarse este detalle esencial, o ha fracasado por completo el artista o da a entender que pinta otra cosa muy distinta de lo que parece.
A tal extremo que nos lo señala como un hereje, nada menos: como alguien que sí tenía creencias religiosas, pero éstas se hallaban en contradicción y quién sabe si en guerra con las de la ortodoxia cristiana. Y también otras obras de Leonardo, como fuimos descubriendo, subrayan sus peculiares obsesiones heréticas con ayuda de una imaginería coherente y meticulosamente aplicada, lo cual seguramente no habría sucedido si el artista fuese un incrédulo atento sólo a ganarse la vida. Esas inclusiones y esos símbolos que nadie le había encargado eran mucho, mucho más que la reacción humorística del escéptico frente a semejante encargo. No era lo mismo que, digamos, pintar un san Pedro con nariz de payaso. Lo que estamos viendo en la Última Cena y las demás obras es el código secreto de Leonardo da Vinci, y creemos que tiene una sorprendente actualidad en relación con el mundo de hoy.