El último día de nuestra estancia en Bermudas, mi mujer y yo decidimos hacer algo que habíamos estado esperando con ansias, pero que por alguna razón habíamos pospuesto: visitar la Cueva de Próspero.

Como sabemos, en Islas Bermudas se hallan localizadas muchas de las cuevas más hermosas del mundo. Quién sabe cuántos miles de años de erosión interna de las rocas por las aguas salinas, han traído como resultado estas obras de arte formadas de estalagmitas y estalactitas de las que ni la más audaz imaginación humana puede ser capaz de crear.


Quizás una natural claustrofobia que padezco desde tempranas etapas de mi vida, hacía que inconscientemente evitara penetrar en aquella cueva misteriosa, pero lo cierto es que visitar Bermudas y no pagar una visita a esta mezcla de misterio, belleza y terror, hubiera sido una omisión que bordearía con el pecado, particularmente porque nos estábamos quedando en la ciudad de Grotto Bay, en donde están las cuevas, y no solo eso, sino que nos hospedamos en un hotel construído en el territorio de la Cueva de Próspero, una de las más finas y espectaculares obras maestras de la naturaleza. Es decir dormimos encima de la cueva.

Ni hablar, la última mañana del viaje penetramos en la cueva que es tan espectacular, que en cierta época de año es usada como discotheque.

Al regresar a mi habitat, y caminar todavía con la perplejidad en el rostro por haber estado en aquel portentoso lugar, pensé para mi coleto: "Qué explicación le hubiera dado a Dios si hubiera cometido el pecado por omisión de no visitar la Cueva de Próspero?"