Después de mucho insistir mi amigo Natael, sobre la conveniencia de alejarme del mundanal ruido, y allegarme a su finca sita en la sierra, a muchos kilómetros de la civilización, para un merecido y necesitado descanso, accedí.
Allí —me dijo— recuperarás las fuerzas perdidas. Toda mi casa está a tu disposición, y la buena de Marta, una mujer de la aldea cercana, que cuida la casa en mi ausencia, irá todos los días para hacer la labor necesaria, la comida y otras cosas, y te sentirás muy bien. Ya lo verás.
Y después de dar mi consentimiento, marché hasta aquel recóndito lugar. Ciertamente los elogios de mi amigo, acerca de su casa y el entorno no hicieron justicia, pues resultó ser el lugar más encantador y bello de cuantos he conocido. La casa, que era una gran casona de estructura severa, de piedra toda ella, con un hermoso porche que en las tardes veraniegas sería un placer habitarlo, por dentro no la desmerecía. Enormes salones de sobriedad destacada y de cuyo mobiliario a tono resultaba acogedor. En el salón principal, el mismo día de mi llegada, ya jugueteaban unas llamas consumiendo unos troncos de encina en la chimenea que, la buena de Marta, como mi amigo llamó a la sirvienta, se encargó de que no faltara, pues he de decir que estábamos en invierno.
Contaba mi amigo Natael con una espléndida biblioteca, muy extensa, y pude comprobar que tenía toda clase de libros y de los mejores autores: ensayos, novelas, teatro, etc. Libros que me ayudarían a pasar los días que tenía previsto residir allí.
Los tres primeros días, el tiempo no acompañó para dar un paseo por los alrededores. Una neblina intensa y una fuerte lluvia acompañada de tormenta y granizo, me obligó a estar junto al fuego leyendo y fumando mi pipa.
Marta, una señora mayor y muy activa, tenía la casa en perfecto orden, y las comidas, deliciosas, estaban a su hora y en su punto.
Al cuarto día el tiempo cambió radicalmente, y un sol espléndido iluminó toda la zona y me decidí a salir y dar un largo paseo. La casa de mi amigo estaba en la cima de un montículo; era todo él un bosque de carrascas, pinos y alcornoques, y de esa atalaya se divisaba todo el valle, un riachuelo que serpenteante recorría su camino, y tras un pequeño puente divisé una vivienda. Le pregunté a Marta quién vivía allí, y me dijo que la finca pertenecía a un hombre llamado Maximino, que no lo conocía más que de vista pues se dejaba muy poco de ver por la aldea.
Pensé que sería bueno visitarle y presentarme como nuevo vecino, y fui bajando la pendiente hasta llegar a donde un puentecillo de piedra y madera cruzaba el riachuelo. La casa estaba rodeada por un muro de piedra, no muy alto, y la puerta de entrada, de hierro forjado, daba a un camino angosto que conducía a la vivienda. Un tirador con una campana estaba en una esquina de la entrada, y toqué varias veces. Al principio con toques suaves, y después con toques más fuertes y prolongados. Nadie respondió a mi llamada, pero al apoyar mi mano en la puerta de hierro, ésta cedió y se abrió lentamente, por lo que me atreví a pasar y dirigirme a la propia vivienda. Tenía la misma un pequeño huerto a mi derecha, y unas hermosas coles gritaban cogerme, pues he de confesar que soy bastante adicto a las verduras, aun sin llegar a ser vegetariano.
A mi paso unas cuantas gallinas salieron corriendo como despavoridas, y también observé una pequeña porqueriza, donde unos cerdos gruñían sin cesar. Una vez delante de la puerta de la casa comprobé, al llamar con la aldaba, que nadie me respondía, y decidí marcharme y volver en otro momento. De regreso a la salida observé que los cerdos no tenían nada para comer, y que por eso fueran sus gruñidos lastimeros e insistentes, y vi, también, que cerca de allí habían unos grandes sacos repletos de bellotas, el manjar preferido de los marranos. Cogí una gran cantidad de esas bellotas y se las eché, los animales comenzaron a comer desesperados, y sus rizados rabillos se movían, pensé para mis adentros, en son de agradecimiento.
Al día siguiente volví a bajar al valle y me dirigí a la casa, y ocurrió exactamente igual, nadie respondía a mi llamada y los cerditos estaban impacientes por la comida. Hice lo mismo y comprobé que las gallinas, y unos patos que el primer día no me di cuenta de ellos, se buscaban el alimento por su cuenta entre lo que en el huerto encontraban.
Esto me resultó entretenido, y cada día, durante tres días más, hice lo mismo, bajé a casa de mi desconocido vecino y alimenté a sus cerdos, pero, al día siguiente fue distinto, al llegar a la puerta de la casa comprobé que desde la chimenea salía humo, por lo que deduje que su dueño habría regresado, toqué la campana y al poco vi salir de la casa un hombre de unos cincuenta años de edad, de aspecto sano y de talante algo huraño. Se dirigió a mí extrañado, pues por aquel contorno todos se conocían y un forastero llamaba mucho la atención.
Vinieron, como es de rigor y en primer lugar, las presentaciones. Le dije que estaba en casa de mi amigo para reponerme de un cansancio y él me dijo que conocía a mi amigo sólo de vista, pues se confesó ser persona poco sociable. Después le pedí disculpas al contarle lo sucedido y mi insistencia en alimentar a sus cerdos. Me agradeció el detalle y lo que me dijo me dejó perplejo.
—Seguramente —me comentó— por un error suyo ayer, dejó la puerta de la porqueriza abierta, no debió bajar el cerrojo y mis cerdos han desaparecido.
Le expliqué mi turbación, pues estaba completamente seguro de que cerré la puerta desde el primer día en que entré a darles de comer, pero también le di a entender que hubiera podido tener este fallo, y que, en buena lógica, yo correría con los gastos y le indemnizaría por los animales perdidos.
—Nada de esto —me respondió— entiendo que pudo ser un error, como entiendo que, por motivos que no vienen al caso, yo los dejé muchos días abandonados y mi abandono bien pudo costarles la vida. Le estoy a usted muy agradecido, y si quiere ayudarme podemos salir a buscarlos. Tengo el presentimiento de que los encontraremos.
—Pues por mí encantado —le dije—, dígame cuándo y cómo y salimos en su busca. Estoy totalmente dispuesto a colaborar con usted.
—Si le parece —me respondió mi nuevo vecino— saldremos mañana por la mañana temprano, recorreremos La Comarca, y seguro que a los cuatro cerdos allí los encontramos.
Fin.
Autor: Garroferal, y quien quiera reproducirlo puede hacerlo, indicando su procedencia y autoría.