Nos levantamos muy temprano, mi perro y yo, cogemos todos los bártulos para obtener una buena cacería, nos montamos en mi 4x4 y salimos camino del monte. Allí, ¡qué ilusión! nos esperan varios animales dispuestos a morir para mi goce y disfrute.
Mientras conduzco buscando un lugar lo más alejado de la civilización, pienso en ese hermoso venado, allí, escondido tras esos matorrales, dispuesto a que yo dispare mi escopeta y le meta unas cuantas balas que lo deje tendido. Sí, ya sé que él, caso de preguntarle y poder responderme, me diría que qué cojones —con perdón— yo me he creído para pensar que su anhelo es morir, que yo me deleite con su fina carne, y su cabeza sea adorno disecado para mi salón. Pero yo le diría que no se equivoque, que yo no soy un bruto como esos aficionados a las corridas de toros que van a ellas a ver morir a otro animal para deleitarse viéndole desangrar. Que tenga en cuenta que a una plaza van cinco mil salvajes a gritar y jalear la muerte del astado, y aquí, hoy, en el bosque, estamos él y yo. Que yo lo mataré, y que nadie aplaudirá mi valentía de enfrentarme a un cervatillo con una escopeta cargada de mortíferas balas.
Sí, el cervatillo podrá decirme que en el bosque no estoy sólo yo, que hay otros cinco mil valientes cazadores que matarán, si no están despabilados, a otros cinco mil seres como él, y que cinco mil cabezas adornarán cinco mil salones enmoquetados para que cinco mil cavernícolas presuman de valentía. El cervatillo me dirá que ese toro que saldrá al ruedo de la plaza de Alicante, y que cómo él no ha pedido a nadie que lo mate, tendrá, al menos, alguna oportunidad de clavar sus pitones al ridículo personaje, vestido con lentejuelas y adornada su cabeza con una ridícula montera negra, que le dicen torero y se llama “El Niño de los Pistachos”. Que durante diez minutos ese toro podrá buscar las carnes de ese torero sin que éste tenga en sus manos otra cosa que un trapo de roja franela, mientras él, el pobre cervatillo, no tendrá oportunidad de defenderse y atacar al cazador, siempre, en todo momento, con una escopeta en su mano, cargada para ser usada; como mucho él correrá despavorido entre la maleza, intentando resguardar su vida, momento dulce para el cazador, que irá detrás de él y le disparará por la espalda.
El cervatillo, o el faisán, o la paloma o la tórtola, o el jabalí, o esos otros animales que por el África lejana disfrutan recorriendo la sabana, ya sean leones, tigres, elefantes, rinocerontes… al menos, ya que van a morir para ser disfrute de unos cuantos, ni siquiera tendrán la dignidad de abandonar el bosque o la sabana como el toro abandona el redondel taurino, entre pitos si fue cobarde o entre aplausos si fue un animal valiente. Este no es el caso de los que mueren tiroteados, ni siquiera un reconocimiento a su valor, porque si luego son adornos para los salones de los poderosos económicamente hablando, suelen ser de por siempre objeto de burla. Si dicen de ellos, al contemplar sus cabezas disecadas, que fueron bravos y agresivos, lo dirán para elevar el ego del cazador, jamás dirán que fueron muertos de manera traicionera por la espalda mientras abrevaban en el pequeño riachuelo. Jamás dirán, incluso, que los mataron desde dentro de sus vehículos motorizados para mayor comodidad.
El cervatillo, o la leona que murió y dejó huérfanos a sus leoncillos, nos podrá decir que la prensa no los exaltó como a ese toro que los locos de las plazas piden a la Presidencia sea indultado, y una vez logrado el indulto para no morir, ser llevado de nuevo a la dehesa para disfrutar montando a las vacas hasta que de viejo muera. También puede que nos diga, que esos locos de las plazas de toros, al menos, con las hembras son cuidadosos, no las matan a traición, ni de forma alguna, quizás porque sean machistas, o porque consideran que a las crías no se las debe dejar sin madre. El cazador, el valiente cazador, eso no lo tiene en cuenta, para él, valiente con una escopeta en la mano y un cinto lleno de balas de muerte, lo mismo le da una hembra que un macho, o un cervato como él, que de jovencillo e inocente aún no ha conocido el placer de la copulación con hembra placentera, y yo, un canalla, le voy a meter en su cuerpo todo el cargamento de balas que mi escopeta admite.
Pues bien, aquel cazador de hace siglos, que con más valor que armas tan sofisticadas salía al monte a cazar, lo hacía para dar de comer a sus retoños, no para el placer de ver correr la sangre, y elevar su ego ante la concurrencia que, con unos vasos de ron y cubitos de hielo en la mano, ríen y dan golpecitos en la espalda del cazador.
—¿Qué valiente eres! —le dirán.
Y él, pavoneándose orgulloso, dirá que fue una lucha a muerte, era cuestión de él o el cervato.
Y el cervatillo, allí arriba, con su cabeza disecada y una placa dorada con una fecha grabada, pensará: —Mentiroso, me mataste mientras plácidamente dormía!